Por Juan Carlos Diez
Su mirada se pierde en el largo zaguán de entrada a su casa. Se detiene en la enredadera y en esas eternas rosas rojas que delicadamente acompañan un retrato en donde se los ve juntos y felices. Olga Garaventa habla pausadamente y sus recuerdos la llevan lejos, quizás, al momento en que, en la madurez de su vida, sintió en su corazón que estaba enamorada de un hombre y que ese hombre era Sandro.
“Yo a ‘Robert’ nunca lo vi como una fan. Para mí era mi jefe. Lo conocí en 1992, cuando entré a trabajar en El Castillo, sus oficinas. Yo trabajaba en mantenimiento. El trato era de patrón a empleada, no pasábamos de un cordial saludo. Creo que en 2004, cuando yo estaba en la oficina, ‘nos vimos’ por primera vez. El se iba a Rosario a comenzar con una gira y nos saludamos. Le deseé suerte. Cuando levanté la vista vi una expresión distinta en su cara. Ahí empezó todo. Lo nuestro fue un flechazo total a una edad en que uno no se permite delirios”, cuenta Olga.
En la tarde apacible de la calle Berutti, a metros de Yrigoyen, Banfield, tras el muro de la legendaria casa de Sandro, el silencio llama a los pájaros y a la charla íntima. “Cruzar esta puerta era muy difícil, no para cualquiera. Pero después te encontrabas con una persona cariñosa, con un caballero. Del paredón hacia afuera era Sandro, acá era Don Roberto Sánchez”, dice esta mujer de 57 años, con dos hijos y dos nietos. Ella fue la compañera y esposa de Sandro en las buenas y en las malas. Y el escenario de ese amor, esta hermosa mansión donde hoy pasa sus días. “Vivo con el recuerdo, no es nada fácil. Pero tengo tanta paz y tranquilidad... Usted ve: acá no se escucha nada, pero me acostumbré. Voy a visitar a mis hijos a la Capital y siempre me vuelvo. Es un barrio muy lindo, Roberto lo amaba, vivía acá hacía 40 años. Los vecinos son muy cariñosos conmigo”, dice.
–¿Cómo era Sandro en la intimidad?
–Muy noctámbulo. Se levantaba a las tres de la tarde. Conversábamos mucho, siempre estaba con su computadora, leyendo. Era una persona muy culta. Leía de todo. Acá usted puede encontrar desde novelas de amor hasta el Código Penal y el Corán. Era capaz de hablar de religiones comparadas, daba placer escucharlo. Hablaba en el lenguaje gitano a la perfección. Le gustaba la comida muy elaborada, a mí me mandó a estudiar cocina. Era un bon vivant. Tenía mucho temperamento y siempre estaba muy alegre.
–¿Le gustaba escuchar música?
–Apenas. Cuando lo hacía siempre era dentro de la onda roquera. Elvis y los Redonditos, por ejemplo. Sí disfrutaba sentarse en sus teclados o con su guitarra y componer. De él no escuchaba nada, aunque me mostró temas inéditos.También me enseñó a jugar al pool. Me hacía trampa.
–¿Cómo sobrellevó su enfermedad?
–Con mucha dignidad. “Este es un trabajo artesanal que me hice yo”, decía. Un día de los enamorados hacía un calor insoportable y me dijo: “Tengo que aceptar que no puedo meterme en la pileta”, admitió. Lo convencí de que lo intentara. Hacía 15 años que no lo hacía. Arrastré el tanque de oxígeno con su bigotera y su cánula de seis metros, y lo alenté. Nadó, hizo la plancha, se sintió feliz. Yo le regulaba el oxígeno.
La casa es inmensa y está rodeada de un hermoso y cuidado parque. “Es muy costoso mantenerla pero yo le tengo un gran cariño”, asegura.
“Un día lo llevamos con mi hijo a dar una vuelta por el barrio. Estaba fascinado. “Qué hermoso que está, nos comentaba”.
Olga prepara una muestra itinerante para agosto. Allí se verán “sus tesoros conservados durante 50 años”, como dice. Discos, trofeos, ropa, sus autos de colección.La muestra se dividirá entre los objetos de Sandro y los de Roberto.
Sobre una mesa se ve un libro de los templarios. “Robert era masón y leía mucho sobre religiones”, explica. En su escritorio, frente a los teclados donde componía, hay un hogar encendido. “Yo cuido todo como si en un momento se fuera a abrir la puerta y él volviera...”, suspira. Y con infinita dulzura en sus ojos se detiene frente al fuego. Reavivando un amor que suena a eterno.
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