Por Adriana Schettini
¿Cuándo fue que los meteorólogos dejaron de ser los expertos que informaban sobre el pronóstico del tiempo durante breves minutos en el noticiero para pasar a convertirse en estrellas televisivas? Hoy por hoy, nos hemos vuelto termodependientes: se diría que nuestras chances de relativa felicidad están atadas a los vaivenes del clima. Cuatro gotas de lluvia nos ponen en guardia contra los posibles destrozos del eventual granizo. Apenas el termómetro señala 30°, nos obsesionamos con el riesgo de que sobrevenga una ola de calor, y monitoreamos, minuto a minuto, los colores de las sucesivas alertas. En invierno, basta que haya dos días con menos de 2°, para que se nos hielen los huesos y el alma de sólo pensar que los datos de la sensación térmica han de ser mucho más aterradores. Bajo ese estado de sugestión, pronunciamos los términos “ola polar” con la constancia de quien repite un mantra. Obsesionados por los berrinches climáticos, pasamos largas horas frente al televisor escuchando los dichos de los meteorólogos como si se tratara de gurúes prontos a revelarnos la verdad de la existencia.
Nobleza obliga, no estoy libre de ninguna de las actitudes que acabo de enumerar. Ayer por la noche, para dar un ejemplo, estaba yo mirando “Minuto para ganar” (Telefe), y apenas escuché un par de truenos y advertí el flash de los relámpagos, empuñé el control remoto y pasé a TN, en busca de noticias, deseosa de saber si en 2013, se iría a reeditar el diluvio universal. En dicha señal, encontré al meteorólogo, con su arsenal de fotografías aéreas, informaciones del satélite, mapas, sutilezas del radar y una profusión de datos, que seguí atentamente, como quien trata de internalizar las predicciones del oráculo. Se ve que a tanta gente le interesaba tanto lo que él estaba diciendo, que el programa siguiente, “Tiene la palabra”, comenzó con varios minutos de retraso. En ese momento, hice zapping a C5N, para ver qué decían sobre el clima. Me encontré con un videograph de redacción repetitiva: “La gente sigue sacando la basura. Sigue lloviendo y hay alerta”, unos cuantos retos a los vecinos insensibles que ponen sus desperdicios en la vereda a pesar de las recomendaciones, y las imágenes que se han vuelto costumbre apenas se vislumbra un cielo encapotado: la esquina de Cabildo y Blanco Encalada, en el barrio porteño de Belgrano. ¿Y qué hice yo? Me quedé mirando.
Desconozco los motivos, pero lo cierto es que en los últimos años, televisión mediante, nuestras reacciones frente a los fenómenos climáticos se modificaron de un modo extraño. No importa que estemos a resguardo en el living de nuestra casas ni que tengamos una ventana o un balcón a escasos metros sillón donde reposamos, de todos modos, para saber si sigue lloviendo o si ha dejado de llover, en vez de asomarnos a la ventana, manoteamos el control remoto y tratamos de despejar la duda a través de la pantalla. Con el auge de las fotos tomadas con celulares y los videos caseros, el crecimiento de las redes sociales y la aparición de los “prosumidores” —como se denomina a quienes además de consumir contenidos en Internet, aportan los suyos—, ya es imposible imaginar un meteorólogo que de su informe televisivo sin aderezarlo con el aporte de las imágenes y los comentarios enviados por el público.
Se me dirá que la obsesión que hemos desarrollado en torno al clima tiene su origen en el miedo a las dañinas inundaciones que padecemos en Buenos Aires y en otras ciudades del país cada vez que cae un aguacero. Responderé que ésa puede ser una explicación necesaria, pero insuficiente. Pensemos en una tarde de invierno, cuando volvemos de la calle ateridos: es obvio que hace frío, acabamos de experimentarlo en nuestra propia anatomía. Sin embargo, lo primero que hacemos es encender la tele para ver más de lo mismo: notas y más notas sobre “la ola polar”. ¿Lo hacemos por masoquismo, para seguir sufriendo el rigor térmico, cuando ya estamos al calor de una estufa? ¿O lo hacemos de puro sádicos, para ver cómo padecen los que aún no han llegado al reparo de su hogar? Imaginemos una noche de verano, cuando los 34° se hacen notar en nuestros cuerpos transpirados. ¿Por qué perseguimos como sabuesos los datos de la sensación térmica? ¿Qué perverso placer encontramos al leer en la pantalla del televisor que los 34° equivalen a 38, 39 o 42 en materia de sensación?
Por lo que fuera, vivimos ocupados y preocupados por el clima hasta el punto de seguir a los meteorólogos de la tele en las redes sociales y bombardearlos a preguntas. Hay que ver con qué confianza los tratamos en Twitter: se diría que son parientes cercanos. Les pedimos un buen día para el asado del domingo o una semana soleada para los benditos cuatro días que pasaremos en la playa. Les hablamos como si ellos tuvieran línea directa con Dios y pudieran ser lobbistas de nuestros deseos climáticos. Hay que ver con qué encono les escriben algunos cuando ellos pronostican rayos y tempestades: maten al mensajero, piensan, y disparan sus tuits contra los meteorólogos superstar.
¿Cómo empezó esta insólita relación entre nosotros, la tele y los meteorólogos? ¿Fue la tele la que nos hizo termodependientes de tanto repetir los valores de la temperatura y la humedad? ¿Somos nosotros los que al quedarnos pegados al televisor cada vez que hablan del clima les soplamos a los programadores que mientras sigan con ese tema, tendrán rating? Imposible saberlo: ¿el huevo o la gallina? Lo real es que en la tele y en la web, bajo determinadas condiciones de temperatura y humedad, un meteorólogo rinde más que un dream team de top models.
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