
UN CUENTO DE JUAN MANUEL ARAGON
Antes de salir mi madre pidió encarecidamente:
-¡No lo vayan a perder!
Alberto le dijo que era más fácil encontrarlo que perderlo.
-Dónde lo vamos a perder si a dos leguas se lo distingue, semejante bestia.
Eso fue el primer año, después de que volvimos del Nepal. Uy, al principio se armó una, que ni le cuento. Venían los vecinos a mirarlo, la policía preguntó si era una especie protegida, los del diario le tomaron fotos y todo, hasta lo sacaron en un recuadro: "Santiagueños capturan un Yeti y lo traen al pago", decía. Un acontecimiento, vea. Con decirle que la primera vez que lo llevamos al centro tuvimos que alquilar el camioncito de los Frediani. Eso fue como un corso, la gente salía de las casas a verlo, las mujeres le tiraban flores y los chicos lo perseguían para cortarle un poco de pelo y llevarle a la maestra para que viera que sí era cierto, que sí existía a pesar de lo que decían. Después se armó tal alboroto en la Absalón que tuvo que venir la Guardia de Infantería a disolver a la multitud y dejarnos libres. Queríamos comer bichitos del agua en el Petiso Orellana, pero no nos dejaron llegar y tuvimos que volver como habíamos ido, con las ganas intactas. Pero después se fue calmando, ¿ha visto? Ya no llamaba tanto la atención. Por ahí, uno que otro desprevenido lo miraba sorprendido cuando andaba con la vieja por el centro o lo querían tocar. Estaban también los que no creían ni viéndolo, los que preguntaban si era de plástico o era un muñeco que había que darle cuerda, macanas.
Lo único que no pudimos jamás fue vestirlo, le gustaba andar desnudo, pila, como quien dice.
-De todas maneras no importa mucho- terció mi madre aquella tarde en que intentábamos ponerle a la fuerza unas fundas de almohada como calzoncillo- porque con tanto pelo no se le notan las vergüenzas.
Para la vieja era el hijo menor que no había tenido, cuando estaba enojado le daba la sopita en la boca, lo metía en la casa cuando venía el cambio de tiempo y hasta lo hacía dormir a los pies de su cama, eso que le dejaba el piso lleno de pelos. Una vez la Gladys le reclamó:
-Pero, mamá, no puede dormir con semejante bicho.
Ella respondió:
-Usted no se meta, son cosas mías.
La verdad es que tenía razón, así que no insistimos. De todas maneras las fundas, debidamente acondicionadas se las regalamos al Gordo Estanciero haciéndole creer que eran calzoncillos bóxer. Y estuvo encantado porque todavía le mentimos que habíamos buscado en todas partes hasta conseguirle un talle especial.
Lo único que aceptó para ese baile fue una corbata del abuelo que la vieja insistió en que se pusiera.
-Pero, mamá, no sabe las salvajadas que hacen en el carnaval- la tratamos de atajar.
No aflojó, le puso la corbata aunque sabía que a la media cuadra la íbamos a tirar al diablo. Cosa que hicimos, por supuesto.
Endemientras viera de churito que quedaba.
Fuimos en la camioneta del Cacho. Lo colocamos en medio de la caja porque si no la inclinaba para un lado y capaz que la hacía volcar. La cuestión es que cuando llegamos a la enramada se nos vinieron un montón de chinitas encima, todas pintarrajeadas como para la guerra. Pero se mandaron a mudar enseguida cuando lo vieron, semejante bicho blanco, alto, peludo, con esos oscuros que parecía que se le iban a salir de la cara. Y la corbata, claro.
Ladrones en fuga
El de la boletería, que nos conocía, nos preguntó:
-¿También tenían que traerlo?
-Carnaval tiene la culpa- respondió el Gordo Estanciero, al que habíamos llevado por si se armaba lio. Su sola presencia causaba estupor entre la gente, semejante presencia digo, aunque no tan grandote como el otro. Pero el Yeti, al que le decíamos Blanquito era pacífico incapaz de matar una mosca, con eso le digo todo.
Entramos. Justo a esa hora el baile hervía de gente. Apenas alcancé a divisar para el lado de la pista y una bombita me dio de lleno en el ojo. Un grupo de chicas de la otra cuadra que también habían ido, se nos vinieron al humo. Y ya comenzaron las corridas y los gritos. Me acuerdo que le tenía ganas a la Fátima, pero esa tarde me terminé enganchando con la hermana, que no estaba tan buena pero, para el caso daba lo mismo. El Gordo Estanciero la apretaba a la Marianela y los Bony´s sonaban en los parlantes "tú y yo en la noche más oscura, tu y yo dos ladrones en fuga, tú y yo un amor prohibido, un amor prohibidooo". El Gordo, lo viera, movía la cara para todos lados, ponía la jeta así y repetía:
-¡Prohibidooo!
A esa hora ya estaba enloquecido.
Jugando con barro
Mientras, había ido pasando el tiempo, se había hecho de noche y seguíamos meta bailar. Al final ya jugábamos con barro porque se nos habían acabado las bombitas. Embarrábamos a la primera que veíamos que tuviera un poquito de la remera limpia, aunque fuera un cachito así. Me acuerdo que la hermana de la Fátima había perdido las ojotas en medio de las corridas, pero a esa hora a quién le importaba.
Fue en ese carnaval del 2003, que en un momento dado me paré en medio de la pista, botella de cerveza en la mano, mirando el cu… erpo de una flaca que bailaba con un muchacho que conocía de vista, y me pregunté: "Qué hago aquí, quién soy, por qué estoy perdiendo el tiempo lastimosamente en vez de hacer algo útil por mi vida, convertirme en alguien serio, reposado, de la casa al trabajo del trabajo a la casa".
Pero se me pasó enseguida y seguí tratando de convencerla a la hermana de la Fátima de que al final nos teníamos que ir a casa los dos juntitos, no separarnos nunca más en la perra vida y vivir felices haciendo chicos mañana, tarde y noche.
-No me voy a aburrir de fabricar niños con vos- le susurraba al oído mientras le trataba de indicar cómo se hacían.
-Salí, che- me decía ella haciéndose la enojada, pero se vé que tan mal no le caía la propuesta.
Yo me hacía el zonzo, como si no hubiera sabido que ella ya tenía varios grandes premios nacionales corridos y ganados de punta a punta, con la fusta bajo el brazo y saludando a la tribuna.
¡Olvidate!
Como a las tres de la mañana, cuando nos dimos cuenta de que ya no podíamos comprar más cerveza porque se nos había acabado la plata, decidimos que era hora de volver.
Una vez que nos juntamos a la orilla del baile, salimos, trepamos en la caja de la camioneta y lo hicimos manejar a Alberto, porque era el único que no había tomado. También las trajimos a las chicas de la otra cuadra. En el camino la quise terminar de atracar a la hermana de la Fátima, pero no hubo caso, se fue con las amigas y me dejó pagando.
Tratamos de entrar despacito a casa, pero Alberto tropezó con una mesita que tenía un florero arriba que hizo un ruidaje bárbaro al romperse contra el piso.
-¿Quién anda?- preguntó medio dormida la vieja.
-¡Ssshhh…! Nosotros- respondí- hemos vuelto del baile.
-¿Y el Blanquito?- volvió a preguntar.
Nos miramos sorprendidos, como quien recuerda algo a último momento.
-Se ha enganchado una morocha del Huaico Hondo, dice que mañana vuelve, que no te preocupes.
-¿Parecía buena chica?
-¡Olvidate!
-Ah bueno- dijo la vieja.
Y se volvió a dormir.
http://juanaragon.blogspot.com.ar
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