Un roce en la banquina, sin choque, un vuelco en la ruta, en los Cerrillos, a 40 kilómetros de Santa Fe, cuando iba de vuelta a la cárcel donde cumplía una condena por el homicidio de Alicia Muñiz, su última esposa. Tal vez estaba alcoholizado. Fue violenta la muerte de Carlos Monzón —como su vida— pero sin espacio para la pelea. Tenía 52 años y la esperanza de una pronta libertad desde que empezara a gozar de las salidas condicionales. Una esperanza, entre tantas ilusiones muertas. No fue el mejor boxeador de todos en la Argentina, ni por técnica ni por despliegue. Pero pareció invencible. Dijo de el Horacio Pagani. Su postura erguida, sus movimientos de autómata, la izquierda en punta repiqueteando como una letanía, para abrirle camino a la derecha, al "escopetazo". No gustaba el estilo de ese flaco, fibroso, retraído, antipático, frío, calculador, pero sanguinario cuando veía el resquicio. No tenía carisma, decían en aquellos primeros tiempos del Luna Park con tribunas despobladas. "Peleaba para él, no para la gente", definiría tiempo después Tito Lectoure, el mentor de su gran campaña en el exterior, ya como campeón mundial de los medianos. "Pero tenía el ojo de tigre para ver la flaqueza del adversario y machacar en ese punto", explicaba Amílcar Brusa, su maestro de toda la vida. Había salido de la nada, de la pobreza extrema, en San Javier o Barranquitas, sus barrios santafesinos de la infancia. Cadete, albañil, pintor, sin colegio desde tercer grado, callejero, pendenciero, aprovechador fugaz. El boxeo fue la soga de la salvación. Sólo Brusa creía en sus posibilidades. Y así avanzó, silenciosamente. Cuando le ganó a Jorge Fernández el título argentino, y después el sudamericano, empezaron a prestarle atención. Y Lectoure trabajó arduamente para conseguirle su chance por el título mundial. Nino Benvenuti, el campeón, era pintón, expresivo. Ni se había enterado de las características de un rival que se había ido de la Argentina sin que nadie lo despidiera en Ezeiza. Lo siguió por todo el ring en ese duodécimo asalto, en el Palacio de los Deportes de Roma, aquel 7 de noviembre de 1970. Lo siguió, lo midió y el derechazo furibundo, en su propio rincón pareció, desacomodarle el esqueleto al italiano. Fue un nocaut espectacular. Y ahí comenzó la historia del gran campeón, el invencible. No brillaba. Esperaba, apuntaba, remataba. Y pasaron los rivales, casi todos en el exterior. Hosco, de malos modales, casi intratable. Hasta que a Daniel Tinayre, el director de cine, se le ocurrió invitarlo para hacer una película (Leonardo Favio también lo hizo participar) y le presentaron a Susana Giménez. Lo impresionó su perfume, la suavidad de su piel, le decía a los amigos. Se olvidó de Pelusa, su mujer, la madre de tres de sus hijos. Y empezó la otra vida, la mundana, entre farándulas, cholulos y vividores. Los amigos del campeón. Cambió de ropa y de gustos. Y hasta de modales. Su romance con Susana no fue mucho más lejos que su última defensa ante el colombiano Rodrigo Valdez. Y fue duro el escenario del retiro. Ya se había distanciado de Lectoure. No sabía qué hacer con su tiempo. Hasta que conoció a Alicia Muñiz, su remanso, decía. Y nació Maximiliano. No podía con su carácter irascible y el abuso de alcohol. Y se sucedieron las peleas y las separaciones. Hasta la fatídica madrugada, en la casa de Mar del Plata. Fue acusado de homicidio y condenado a 11 años de prisión. Venía de la nada y volvía a la nada. Los nuevos amigos "volaron". Y reapareció Lectoure, para ponerle el hombro. Se cumplió el estigma del boxeador: primero adorado y luego despreciado. Estaba por salir. Pero la vida le pasó la factura de la soledad y la muerte. |
A MODO DE PRESENTACION
domingo, 22 de enero de 2012
CARLOS MONZON, APOGEO, SOLEDAD Y MUERTE
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario