Por Julio Muñoz
Ayer
El mundo al que llegamos y frecuentábamos los que hemos pegado la vueltita de la adultez y ya tenemos diploma y cicatrices, era más bien simple. La hora la conocíamos por el reloj que llevábamos en la muñeca, o en todo caso, por las manecillas de ese otro de pared que presidía la cocina o el comedor diario de mamá. La tele, cuando yo era chica y en mi pequeño pueblo, no tenía que ver con controles remotos ni con antenas satelitales: el control remoto eran las dos piernas y el dedito índice con que alterábamos el comando del aparato; la antena era una parafernalia de treinta metros de alto, controlada por un sistema de riendas de alambre ubicado en un sitio accesible de la casa, por fuera, a la altura incluso de los más pequeños. Igual, no había más que dos o tres canales como posibilidad total, y tampoco era un programa en continuado de 24 horas, sino que arrancaba a la tardecita, como a las seis. Era tanta la devoción por esas imágenes tan esquivas, que más de uno se quedaba pegado un rato largo a la señal de ajuste, esperando el primer show del día.
Al cine íbamos sólo los fines de semana, y había dos pelis por sección. En los 70 y 80, al país casi no llegaban las producciones de Hollywood –al menos al interior del país-, así que éramos ávidos consumidores de cine francés de todo tipo y estilo, algo de inglés y mucho de italiano en su versión más ligera y risible. No sabíamos entonces cuán afortunados éramos, porque sólo era lo que había.
Los libros. Los libros gobernaban la vida y la fantasía de todo ser viviente entre que aprendía a leer y sus días finales. No había hogar que no hubiera hecho el pequeño o gran esfuerzo de adquirir una buena enciclopedia y un par de colecciones interesantes. En mi casa, mis padres nos habían comprado para el disfrute sin horario ni excusa una imponente enciclopedia Salvat, forrada en cuerina gris con franjas verdes y letras doradas; también otra, de la que no recuerdo la editorial, sólo que nos adentraba en las culturas y formas de vida de los pueblos más remotos del planeta –me fascinaban las fotos de poblaciones aborígenes en las que ellas tenían las ubres colgando como lámparas de caireles de cristal, con todo el desparpajo de ellas y mucho asombro para mí, en mi primera aproximación a la desnudez como hecho no oblicuo de la vida-. Mi mamá había ubicado esas colecciones en un sitio privilegiado de la casa, el living, en señal inequívoca de la importancia que ella les concedía. Tampoco faltaron los textos informales, como toda la colección Robin Hood, de tapas duras amarillas y cubierta de papel del mismo tono, con ilustración y título, que hacía las veces de protección del encuadernado. Ni el Quillet de los Niños, que respondieron todas las preguntas que nuestros padres no querían que nos ni les hiciéramos. Vaya si estos libros nos acompañaron, inspiraron, deleitaron y señalaron por primera vez emociones, sentimientos, pensamientos que más adelante consolidaríamos vivencialmente.
¿Cuál era la chance más cierta que nuestros padres tenían de conocer nuestra privacidad? Toda. Bueno, si de violarla se trataba, no había resguardos consagrados por la sacrosanta Constitucional Nacional, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, o pactos centroamericanos que nos protegiesen. Los padres avanzaban sobre la correspondencia personal, los diarios íntimos, las charlas en voz baja y a puerta cerrada con los amigos con la naturalidad y la falta de conciencia con que se pisa una cucaracha. Qué privacidad ni privacidad: la única privacidad que conocíamos era la del baño, para el número dos. Y listo.
Hoy
El reloj en la muñeca es, en la actualidad, un accesorio de la moda, un adminículo estético por encima de uno funcional. Casi nadie mira la hora en su reloj, sino en su celular. Porque no hay nada más a la mano, inmediato y requerido en la vida de un ser contemporáneo que el celular. También han caído en el ostracismo las calculadoras: ¿recuerda la última vez que recurrió a una? La mía no sólo junta polvo, sino que ya tiene toda una fauna y una flora que le es propia, a fuerza de ya no ser consultada.
La tele todavía tiene alguna oportunidad, pero sólo con los más grandecitos, es decir con nosotros, a los que el reloj que ya no está en la muñeca nos atrasa… ya no digamos minutos, sino décadas. O lustros, por ser más benévola. Porque cuénteme usted si no se sorprende viendo a sus hijos mirar tele en la compu, en la notebook, en la netbook. Resulta que hemos invertido buenos pesos en aggiornar la querida caja boba, por seguir congregándonos de tanto en tanto frente a alguna imagen interesante en familia, ¿y qué hemos conseguido? Pues la nada misma, seguimos solos frente al aparato endemoniado, porque los chicos están frente a su otro aparato endemoniado preferido, el cual no comparten con nosotros porque, además, ahí se congrega toda la información personal que nos ha sido vedada por expresa disposición.
El cine está entrando, a paso firme, solemne y decididamente, en ese túnel en el que muchos dicen que al final hay una luz brillante. Del otro lado, estarán Marilyn, Elizabeth Taylor, Frank Sinatra, John Wayne y tantos otros más actuales observando impávidos avanzar sus recuerdos y sus trabajos hacia su descanso final. Con ellos nos abandonarán definitivamente las tardes de pochoclo en esas butacas mullidas, mirando a veces sin ver, oyendo sin escuchar, viendo sin entender del todo, entre chistidos de solicitud de silencio en la sala, y ruiditos molestos de caramelos que van saliendo subrepticiamente de su envoltorio. Ya no más cine en el cine: el cine va camino de convertirse en otro capítulo doméstico del país de las maravillas tecnológicas, pero sin Alicia y sus raros peinados nuevos. Qué pena me da, y si yo fuera María Elena Walsh, o su espíritu me rondara, cuántas canciones de lamento haría en homenaje a todo ese celuloide desechado y desechable, que nunca más será. Nuestro propio Cinema Paradiso está ocurriendo aquí y ahora, sin que nadie lo note demasiado.
Las hojas de los libros tienen fecha de vencimiento, como los yogures. Ni qué decir de las de los diarios, que no tienen los días contados sino las micronésimas de segundo. Todo por razones atendibles y entendibles, pero en un rumbo que por el momento aparece como sin retorno: no hay vuelta en U a la vista para el papel, sus colores, sus olores y sabores, a pesar de toda la melancolía y la nostalgia que congregan.
No estoy diciendo aquí que cualquier tiempo presente es peor, sino que aquel, no por pasado está agotado, aunque está bien pisado a golpes de teclado, de pantallas táctiles y de ringtones que suenan a fría psicodelia.
En cuanto al protagonismo del celular en nuestras hipercomunicadas existencias y la ausencia voluntaria de privacidad, eso da para un capítulo aparte.
¡Es Facebook, estúpidos!
Celular y computadora mediante, la distancia y el tiempo han tornado categorías obsoletas del pensamiento. No hay persona que no pueda alcanzarse a través de una llamada, en cualquier momento y en cualquier sitio donde se encuentre. Y aquellas imágenes tan futuristas que registraban algunas series de televisión o pelis antiguamente –cómo olvidar cuánto nos corrompía y contaminaba la idea del porvenir aquellas conferencias a través de una pantalla en un teléfono o similar…- no sólo ya están aquí, sino que parece que estuvieron siempre, que antes de ellas el mundo era un sitio tan inhóspito como ridículamente aburrido.
Hemos descubierto, además, que el teléfono no sólo es un dispositivo que sirve para sostener una comunicación a la distancia. Es una urdimbre que también permite entrelazar, con la velocidad de un rayo y la liviandad de un átomo de oxígeno, la más compleja trama de privacidad de la vida de cualquier persona sin siquiera advertirlo. Ni para bien ni para mal.
De todos modos, aunque está más vigente que nunca aquel axioma del tipo más preclaro de los medios masivos de comunicación, Marshall Mc Luhan, de que el medio es el mensaje, también es cierto que el soporte (teléfono, computadora, etc) no es el único ni el primer culpable. Hace un tiempo me ocurrió algo en Facebook que marcó el nervio de hasta qué punto los usuarios de las redes, en promedio, olvidan no sólo la semántica sino las implicancias de lo que significa estar en una red social. Un contacto de mi lista de amigos –llamémosle A- posteó en su muro un comentario que aludía a la violencia de género. Aquel comentario fue seguido de otro, posteado por un desconocido para mí –un tal B, conocido, al parecer, por A-, que me resultó particularmente hostil y desagradable. Imposible dejarlo pasar, por lo que también comenté acerca de la cuestión. Luego de un par de sablazos verbales de un lado y otro, B me dijo que qué me metía en un tema al que nadie me había llamado, que la cosa no era conmigo, así que bien podía mantenerme al margen. Sin perjuicio de cómo terminó el episodio, que es meramente anecdótico, la situación me permitió visualizar lo que intuyo es el signo de la confusión de los tiempos: nadie se hace cargo de lo que dice, todo es volátil, instantáneo y superficial. Y decirlo en las redes sociales no compromete, porque emula y simula la profundidad de un comentario entre borrachos en un bar o en la cocina de casa entre bizcochuelos y ruleros.
Si Facebook y toda la exposición personal que sintetiza es el tono actual que dicta quiénes y cómo somos, estoy realmente preocupada. No sólo porque la información no perezca aunque nosotros sí, o porque nos puedan desvalijar la casa mientras subimos las fotos de lo bien que la estamos pasando en el crucero por el Caribe, sino porque cuando el último pedacito de papel y su compromiso con la permanencia y la responsabilidad a partir de las letras entintadas y eternas se haya despedido de este mundo definitivamente, habremos perdido entonces la esencia de lo que nos separa de los ratones y el musgo de las piedras: el peso de la palabra.
Nos resta pensar cómo dignificamos la palabra digital, cómo le otorgamos tridimensionalidad, y la convertimos, como a la Cenicienta de estos días, en una palabra de verdad. En una que importe.
El mundo al que llegamos y frecuentábamos los que hemos pegado la vueltita de la adultez y ya tenemos diploma y cicatrices, era más bien simple. La hora la conocíamos por el reloj que llevábamos en la muñeca, o en todo caso, por las manecillas de ese otro de pared que presidía la cocina o el comedor diario de mamá. La tele, cuando yo era chica y en mi pequeño pueblo, no tenía que ver con controles remotos ni con antenas satelitales: el control remoto eran las dos piernas y el dedito índice con que alterábamos el comando del aparato; la antena era una parafernalia de treinta metros de alto, controlada por un sistema de riendas de alambre ubicado en un sitio accesible de la casa, por fuera, a la altura incluso de los más pequeños. Igual, no había más que dos o tres canales como posibilidad total, y tampoco era un programa en continuado de 24 horas, sino que arrancaba a la tardecita, como a las seis. Era tanta la devoción por esas imágenes tan esquivas, que más de uno se quedaba pegado un rato largo a la señal de ajuste, esperando el primer show del día.
Al cine íbamos sólo los fines de semana, y había dos pelis por sección. En los 70 y 80, al país casi no llegaban las producciones de Hollywood –al menos al interior del país-, así que éramos ávidos consumidores de cine francés de todo tipo y estilo, algo de inglés y mucho de italiano en su versión más ligera y risible. No sabíamos entonces cuán afortunados éramos, porque sólo era lo que había.
Los libros. Los libros gobernaban la vida y la fantasía de todo ser viviente entre que aprendía a leer y sus días finales. No había hogar que no hubiera hecho el pequeño o gran esfuerzo de adquirir una buena enciclopedia y un par de colecciones interesantes. En mi casa, mis padres nos habían comprado para el disfrute sin horario ni excusa una imponente enciclopedia Salvat, forrada en cuerina gris con franjas verdes y letras doradas; también otra, de la que no recuerdo la editorial, sólo que nos adentraba en las culturas y formas de vida de los pueblos más remotos del planeta –me fascinaban las fotos de poblaciones aborígenes en las que ellas tenían las ubres colgando como lámparas de caireles de cristal, con todo el desparpajo de ellas y mucho asombro para mí, en mi primera aproximación a la desnudez como hecho no oblicuo de la vida-. Mi mamá había ubicado esas colecciones en un sitio privilegiado de la casa, el living, en señal inequívoca de la importancia que ella les concedía. Tampoco faltaron los textos informales, como toda la colección Robin Hood, de tapas duras amarillas y cubierta de papel del mismo tono, con ilustración y título, que hacía las veces de protección del encuadernado. Ni el Quillet de los Niños, que respondieron todas las preguntas que nuestros padres no querían que nos ni les hiciéramos. Vaya si estos libros nos acompañaron, inspiraron, deleitaron y señalaron por primera vez emociones, sentimientos, pensamientos que más adelante consolidaríamos vivencialmente.
¿Cuál era la chance más cierta que nuestros padres tenían de conocer nuestra privacidad? Toda. Bueno, si de violarla se trataba, no había resguardos consagrados por la sacrosanta Constitucional Nacional, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, o pactos centroamericanos que nos protegiesen. Los padres avanzaban sobre la correspondencia personal, los diarios íntimos, las charlas en voz baja y a puerta cerrada con los amigos con la naturalidad y la falta de conciencia con que se pisa una cucaracha. Qué privacidad ni privacidad: la única privacidad que conocíamos era la del baño, para el número dos. Y listo.
Hoy
El reloj en la muñeca es, en la actualidad, un accesorio de la moda, un adminículo estético por encima de uno funcional. Casi nadie mira la hora en su reloj, sino en su celular. Porque no hay nada más a la mano, inmediato y requerido en la vida de un ser contemporáneo que el celular. También han caído en el ostracismo las calculadoras: ¿recuerda la última vez que recurrió a una? La mía no sólo junta polvo, sino que ya tiene toda una fauna y una flora que le es propia, a fuerza de ya no ser consultada.
La tele todavía tiene alguna oportunidad, pero sólo con los más grandecitos, es decir con nosotros, a los que el reloj que ya no está en la muñeca nos atrasa… ya no digamos minutos, sino décadas. O lustros, por ser más benévola. Porque cuénteme usted si no se sorprende viendo a sus hijos mirar tele en la compu, en la notebook, en la netbook. Resulta que hemos invertido buenos pesos en aggiornar la querida caja boba, por seguir congregándonos de tanto en tanto frente a alguna imagen interesante en familia, ¿y qué hemos conseguido? Pues la nada misma, seguimos solos frente al aparato endemoniado, porque los chicos están frente a su otro aparato endemoniado preferido, el cual no comparten con nosotros porque, además, ahí se congrega toda la información personal que nos ha sido vedada por expresa disposición.
El cine está entrando, a paso firme, solemne y decididamente, en ese túnel en el que muchos dicen que al final hay una luz brillante. Del otro lado, estarán Marilyn, Elizabeth Taylor, Frank Sinatra, John Wayne y tantos otros más actuales observando impávidos avanzar sus recuerdos y sus trabajos hacia su descanso final. Con ellos nos abandonarán definitivamente las tardes de pochoclo en esas butacas mullidas, mirando a veces sin ver, oyendo sin escuchar, viendo sin entender del todo, entre chistidos de solicitud de silencio en la sala, y ruiditos molestos de caramelos que van saliendo subrepticiamente de su envoltorio. Ya no más cine en el cine: el cine va camino de convertirse en otro capítulo doméstico del país de las maravillas tecnológicas, pero sin Alicia y sus raros peinados nuevos. Qué pena me da, y si yo fuera María Elena Walsh, o su espíritu me rondara, cuántas canciones de lamento haría en homenaje a todo ese celuloide desechado y desechable, que nunca más será. Nuestro propio Cinema Paradiso está ocurriendo aquí y ahora, sin que nadie lo note demasiado.
Las hojas de los libros tienen fecha de vencimiento, como los yogures. Ni qué decir de las de los diarios, que no tienen los días contados sino las micronésimas de segundo. Todo por razones atendibles y entendibles, pero en un rumbo que por el momento aparece como sin retorno: no hay vuelta en U a la vista para el papel, sus colores, sus olores y sabores, a pesar de toda la melancolía y la nostalgia que congregan.
No estoy diciendo aquí que cualquier tiempo presente es peor, sino que aquel, no por pasado está agotado, aunque está bien pisado a golpes de teclado, de pantallas táctiles y de ringtones que suenan a fría psicodelia.
En cuanto al protagonismo del celular en nuestras hipercomunicadas existencias y la ausencia voluntaria de privacidad, eso da para un capítulo aparte.
¡Es Facebook, estúpidos!
Celular y computadora mediante, la distancia y el tiempo han tornado categorías obsoletas del pensamiento. No hay persona que no pueda alcanzarse a través de una llamada, en cualquier momento y en cualquier sitio donde se encuentre. Y aquellas imágenes tan futuristas que registraban algunas series de televisión o pelis antiguamente –cómo olvidar cuánto nos corrompía y contaminaba la idea del porvenir aquellas conferencias a través de una pantalla en un teléfono o similar…- no sólo ya están aquí, sino que parece que estuvieron siempre, que antes de ellas el mundo era un sitio tan inhóspito como ridículamente aburrido.
Hemos descubierto, además, que el teléfono no sólo es un dispositivo que sirve para sostener una comunicación a la distancia. Es una urdimbre que también permite entrelazar, con la velocidad de un rayo y la liviandad de un átomo de oxígeno, la más compleja trama de privacidad de la vida de cualquier persona sin siquiera advertirlo. Ni para bien ni para mal.
De todos modos, aunque está más vigente que nunca aquel axioma del tipo más preclaro de los medios masivos de comunicación, Marshall Mc Luhan, de que el medio es el mensaje, también es cierto que el soporte (teléfono, computadora, etc) no es el único ni el primer culpable. Hace un tiempo me ocurrió algo en Facebook que marcó el nervio de hasta qué punto los usuarios de las redes, en promedio, olvidan no sólo la semántica sino las implicancias de lo que significa estar en una red social. Un contacto de mi lista de amigos –llamémosle A- posteó en su muro un comentario que aludía a la violencia de género. Aquel comentario fue seguido de otro, posteado por un desconocido para mí –un tal B, conocido, al parecer, por A-, que me resultó particularmente hostil y desagradable. Imposible dejarlo pasar, por lo que también comenté acerca de la cuestión. Luego de un par de sablazos verbales de un lado y otro, B me dijo que qué me metía en un tema al que nadie me había llamado, que la cosa no era conmigo, así que bien podía mantenerme al margen. Sin perjuicio de cómo terminó el episodio, que es meramente anecdótico, la situación me permitió visualizar lo que intuyo es el signo de la confusión de los tiempos: nadie se hace cargo de lo que dice, todo es volátil, instantáneo y superficial. Y decirlo en las redes sociales no compromete, porque emula y simula la profundidad de un comentario entre borrachos en un bar o en la cocina de casa entre bizcochuelos y ruleros.
Si Facebook y toda la exposición personal que sintetiza es el tono actual que dicta quiénes y cómo somos, estoy realmente preocupada. No sólo porque la información no perezca aunque nosotros sí, o porque nos puedan desvalijar la casa mientras subimos las fotos de lo bien que la estamos pasando en el crucero por el Caribe, sino porque cuando el último pedacito de papel y su compromiso con la permanencia y la responsabilidad a partir de las letras entintadas y eternas se haya despedido de este mundo definitivamente, habremos perdido entonces la esencia de lo que nos separa de los ratones y el musgo de las piedras: el peso de la palabra.
Nos resta pensar cómo dignificamos la palabra digital, cómo le otorgamos tridimensionalidad, y la convertimos, como a la Cenicienta de estos días, en una palabra de verdad. En una que importe.
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