- Marcelo Birmajer
Fue en el año 74, un mes después de la muerte de Perón. El país ya venía en falsa escuadra, pero nosotros éramos alumnos de un colegio público, niños de 8 años, y todavía paladeábamos todo lo bueno de la Argentina: nuestros padres tenían trabajos estables y jugábamos en la calle. Pertenecíamos a clases sociales distintas: la mayoría de clase media; algunos más y otros menos afortunados. Pero ninguna de estas diferencias demarcaba los grupos; nos reuníamos según quienes jugaban mejor al fútbol, o eran más achispados, o por singularidades inexplicables. La vida aún no nos había pasado por encima. Aunque cada uno de nuestros hogares era un mundo aparte, en el colegio compartíamos valores comunes, los mismos conocimientos y los mismos juegos en el recreo.
Ese Día del Niño nuestros padres alumbraron una idea genial. Reservaron un carrito de la Costanera –me refiero a uno de los restaurantes–, y contrataron un servicio de películas y un mago. Las películas se pasaban con un proyector marca Grillo y el sólo hecho de ver al señor enhebrando la cinta de papel en el prodigioso artefacto azul ya era un entretenimiento. No me acuerdo de qué trataba, ni si era efectivamente una película como las que se veían en el cine o sólo imágenes que se sucedían. Pero cuando terminó hubo un bache, porque el mago no llegaba. Escuché a uno de los adultos comentar que el mago llegaría un poco más tarde porque se le había muerto la suegra. Las madres reaccionaron con desconcierto; algunos padres con risas. Yo oscilaba entre considerar que la excusa era cruenta y preguntarme cómo vendría, siquiera más tarde, si se había muerto la madre de su esposa. Después de todo, me tranquilicé, era un mago: para ellos la muerte no debía ser determinante. Jugamos a la mancha, varones y mujeres, mientras aguardábamos. Luego, las mujeres al elástico; y nosotros encontramos sitio para un cuatro contra cuatro con pelota de papel. El Mundial en Alemania apenas si había terminado. El mago podía quedarse tranquilo: entre gol y gol, por supuesto con cambio de arquero, manoteábamos chizitos, papas fritas, Coca Cola y torta. Si no me equivoco, el restaurante aportaba choripanes. Me tocaba ir al arco cuando lo vi. Un barco fuera de lo común, deslizándose lentamente por el río, desde el centro hacia Ciudad Universitaria; abandoné el arco entre los insultos de mis compañeros y corrí hacia la ribera.
Supongo que miré al cruzar. Los pescadores y los paseantes estaban boquiabiertos como yo. Recién cuando me acodé en la barra de la Costanera, llegaron mis padres, los demás padres, y el resto de los chicos, que habían alertado de mi huida. Todos lo vimos: era un barco pirata. Al día de hoy, no sé si fue el regalo de un millonario a su hijo, una fundación o la promoción de una obra teatral. Pero el barco era imponente, con banderas negras con calaveras ondeando en sus mástiles, y piratas con pañuelos negros en la cabeza, parche en un ojo, y garfio en vez de mano derecha o izquierda. En rigor, uno de los piratas me saludó con su garfio. Nadie habló. Ni los chicos preguntaron ni los padres intentaron explicar. ¿Por qué no podía llegar un barco pirata a nuestras costas? ¿Qué había del otro lado del río, después de todo? Quizás la frágil división entre el presente y el pasado. Permanecimos mirando el barco hasta que se perdió de nuestra vista. Ni siquiera intentamos correrlo. Los milagros se aceptan, no se persiguen.
Esa tarde, al regresar a mi casa, a mi habitación del departamento de la calle Tucumán, me sentí especialmente vacío. Mi barrio y mi vida me parecían tan insípidos. La aventura había transcurrido delante de mis ojos, y yo la había dejado pasar. ¿Por qué no había saltado y abordado ese barco? Ahora tendría que volver a la escuela, a esa vida de mentira. El instante de gloria se había desvanecido. Sólo me quedaba escribirlo.

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