Por Miguel Wiñazki
Solange Musse era joven y tenía cáncer, estaba internada en Alta Gracia. Pedía desesperadamente ver a su padre. Hay que escuchar su ruego. Era una plegaria que los custodios de una censura muy profunda se encargaron de desoír.
Él, su padre, Pablo, había llegado con su auto hasta Huinca Renancó, límite de La Pampa con Córdoba. Manejó cuarenta horas desde su casa en Neuquén. Unos 1.100 kilómetros. Lo demoraron horas en cada retén. Lo despreciaron. Esa es una de las dimensiones de la tortura, esa imposibilidad de transitar responsablemente. Fue una burla frente a la desesperación. No lo dejaron llegar. Ella murió ayer.
“Yo quería ver a mi papá", decía Solange pocas horas antes de morir. “Lo quería ver mucho. Lo sigo esperando…”. ¿Por qué no lo dejaron llegar? ¿Por qué lo detuvieron en esas fronteras artificiales, arbitrarias?
Lo frenaron con la excusa de la pandemia. Que debía hisoparse. Lo hizo. Dio negativo. Pero ella murió antes.
Dispusieron una barrera imperdonable en la despedida más urgente de la vida.
¿Quién se hace responsable de la soledad desgarradora de esa muerte?
Eso también es censura, es locura, es fascismo.
¿Quién nos protege de los abusadores, de los guardabarreras descorazonados, de la censura más dolorosa del mundo?
No pasarán. Esa es la excusa del abuso más intolerable.
A Pablo le levantaron otro muro de Berlín entre La Pampa y Córdoba, entre él y su hija, entre la digna y última promesa de amor eterno y la muerte irreparable.

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