Ramón Landajo murió el viernes 7, a los 85 años. Fue el secretario privado de Juan Domingo Perón desde el primer año de su presidencia. Empezó siendo su pupilo y, con el paso del tiempo, se convirtió en el hombre de mayor confianza del General, y quizás también en lo más cercano que tuvo a un hijo. Para él, Perón significaba más que su propio padre. Con una memoria envidiable –no tan precisa como él hubiera querido–, Landajo reconstruyó pocos días antes de morir frente a PERFIL las imágenes y los recuerdos que atesoraba.
—¿Cómo conoció a Perón?
—El se atendía, como el presidente Ramírez, en la clínica odontológica de mi padre. Ganamos confianza y un día empezó a llevarme a la cancha. El era hincha de Boca, aunque había ayudado mucho a Racing durante su gobierno, y yo de Independiente. Yo le contaba mis cuítas, y él las suyas, las que podía escuchar un chico de 14 años. Terminamos muy compinches.
—¿Cómo empezó a trabajar con él?
—Cuando yo tenía 18 años, mi papá estaba muriendo de cáncer y yo necesitaba trabajar. Primero fui a ver a Eva porque en ese momento tenía más confianza con ella. Los dos habíamos estado en el grupo de jóvenes que ayudaron a Perón cuando, desde la Secretaría de Trabajo, había trabajado para las víctimas del terremoto de San Juan en el ‘44. Evita me dijo “andá a ver a Juan directamente”. Yo opté por escribirle una carta y llevársela al despacho. Al día siguiente, frente a casa estacionó un coche oficial, bajó un mensajero y me dijo que el Presidente quería verme ese fin de semana. Me puse la única pilcha buena que tenía, fui a la peluquería y asistí a la cita. Cuando llegué, me retó por no haberle avisado antes que mi familia estaba pasando momentos difíciles. Después de dos horas de charla, me dijo: “Usted va a trabajar conmigo”. “¿En qué municipalidad o ministerio, mi General?”, le pregunté. “No, directamente conmigo, y el sueldo se lo voy a pagar yo”, sentenció. Antes de irme, me puso en la campera un adelanto de 300 pesos; ese momento era bastante plata.
—¿Y cuál era su tarea?
—Ser su alcahuete (risas). A mí no me quería nadie en su gabinete, porque yo le decía qué era realmente lo que pasaba en la calle. En un momento hasta me hizo afiliar al radicalismo, para que fuera a las reuniones y le explicara lo que pensaban, quiénes eran. Un día, por el año 1952 me preguntó: “Landajo, su mamá es mexicana, ¿no? Bueno, usted se va para México”. Ese era uno de los gobiernos que integraban la conspiración internacional, incentivada por capitales norteamericanos, británicos y de otras partes de Europa, que terminó por derrocar a Perón.
—¿Y qué hizo allá?
—Mi trabajo fue hacerme pasar por “gorila” para desenmascarar a los antiperonistas. El ex presidente mexicano Miguel Alemán Valdés, amigo del General, me puso en el departamento de publicidad del diario Novedades, que era de su propiedad. Después de un tiempo de estadía empecé a tener mucha confianza con el embajador argentino Lucas de Olmos, que era conservador. El creía, gracias a mi camuflaje antiperonista, que yo era igual que él y me abrió las puertas de la embajada. Ahí conocí al Che Guevara, que, como muchos otros argentinos, había escapado de Guatemala a México luego del derrocamiento de Jacobo Arbenz. Guevara era totalmente contrario a Perón, pero las órdenes que venían desde la Casa Rosada eran de ayudarlo de todas maneras. Así que lo hice entrar como fotógrafo de Novedades y de ahí saltó a la agencia Prensa Latina.
—¿En quién confiaba Perón?
—En casi nadie; decía que tenía no más de tres amigos. Un día me confesó que yo era uno de ellos.
—¿Y quién fue el amor de su vida?
—Potota, su primera mujer. Ese fue su gran amor. Ella le tocaba la guitarra mientras él escribía. Por eso al general le encantaba que alguien le tocara la guitarra. Se habían conocido en una fiesta, se enamoraron y se casaron. Ella murió casi a la misma edad que Eva y él quedó devastado.
—¿Por qué no tenía confianza en su entorno?
—Todos lo decepcionaron cuando les dio poder, desde los políticos hasta los gremialistas. Fue el hombre más traicionado de la historia. Siempre le pasó lo mismo. Cuando confió, por ejemplo, en el coronel Domingo Mercante y le dio la gobernación de Buenos Aires, tuvo que echarlo porque quería sacarle la presidencia. Si su gente le hubiese sido leal, el ‘55 no habría ocurrido. Los únicos que no lo traicionaron fueron Canela y Tinola, sus dos caniches.
—¿En algún momento Perón quiso bajar los brazos?
—Sí. En 1964, después del intento frustrado de volver al país. El esperaba un apoyo del movimiento obrero en las calles, pero los dirigentes gremiales habían dado la orden de no salir antes de su llegada al país. Incluso algunas partes del radicalismo estaban con nosotros. Me había mandado ver al presidente Illia con un mensaje grabado en Puerta de Hierro, en el que explicaba la tarea que debía hacer el movimiento: reconstruir la Argentina. Después de escucharlo, don Arturo dio el visto bueno. Me prometió hasta que él mismo iba a recibirlo, porque confiaba en que venía en tren de paz. Sin embargo, la oposición surgió del mismo justicialismo. Eso lo golpeó mucho. Cuando él volvió a España, me llamó y me dijo: “Hijo, yo ya no me dedico más a esto”; estaba muy decepcionado.
—¿Y qué le dio fuerza para intentarlo una vez más en el ‘73?
—El querer dejar algo más en su legado antes de morirse. Pero tuvo que pactar con medio mundo para poder hacerlo, hasta con la masonería. Le prometió a Licio Gelli (gran maestre de la logia) el Ministerio de Obras Públicas, y como no lo cumplió, después le cortaron las manos. Era un ritual heredado de la masonería inglesa.
—¿Qué lugar ocupó usted después del regreso de Perón al país?
—Yo estaba con la idea de retirarme, pero él me puso como su hombre de confianza en la gobernación de Buenos Aires y me convertí en el secretario de Información y Personal bonaerense. Estaba para controlar al gobernador Bidegain, que era muy cercano a Montoneros. Las bases de esa agrupación eran peronistas, pero su cúpula no. Un día descubrí el trabajo de inteligencia que estaban haciendo sobre mis movimientos y los del General. En ese mismo instante entré al despacho de Bidegain y le dije: “Gobernador, dígales a Firmenich y a todos los muchachos que yo soy leal a Perón, y no olvide que a usted lo puso él”.
— ¿Cómo se llevaba con López Rega?
—Muy mal. A él siempre lo bancaron Isabelita y el poder internacional. Perón ni lo dejaba entrar a la casa en España, pero Isabel lo metió y hasta le dio una habitación en la quinta. El General lo echó miles de veces, incluso antes de volver al país. Pero el caradura se quedaba, se hacía el sumiso y nunca se fue.Nunca fue peronista.
—¿Qué diría Perón de este Gobierno?
—Se sumaría a todo un pueblo que está en contra. Se abocaría a la formación de un nuevo partido, porque han transformado al justicialismo en algo totalmente vacío. Perón vivió sus últimos días completamente amargado y colisionado, viendo cómo se derrumbaba su partido. A él no le interesaba la Casa de Gobierno, le importaban el pueblo y la grandeza de la nación. En un gobierno peronista, la gente no moriría en las guardias médicas esperando que la atiendan.
—El se atendía, como el presidente Ramírez, en la clínica odontológica de mi padre. Ganamos confianza y un día empezó a llevarme a la cancha. El era hincha de Boca, aunque había ayudado mucho a Racing durante su gobierno, y yo de Independiente. Yo le contaba mis cuítas, y él las suyas, las que podía escuchar un chico de 14 años. Terminamos muy compinches.
—¿Cómo empezó a trabajar con él?
—Cuando yo tenía 18 años, mi papá estaba muriendo de cáncer y yo necesitaba trabajar. Primero fui a ver a Eva porque en ese momento tenía más confianza con ella. Los dos habíamos estado en el grupo de jóvenes que ayudaron a Perón cuando, desde la Secretaría de Trabajo, había trabajado para las víctimas del terremoto de San Juan en el ‘44. Evita me dijo “andá a ver a Juan directamente”. Yo opté por escribirle una carta y llevársela al despacho. Al día siguiente, frente a casa estacionó un coche oficial, bajó un mensajero y me dijo que el Presidente quería verme ese fin de semana. Me puse la única pilcha buena que tenía, fui a la peluquería y asistí a la cita. Cuando llegué, me retó por no haberle avisado antes que mi familia estaba pasando momentos difíciles. Después de dos horas de charla, me dijo: “Usted va a trabajar conmigo”. “¿En qué municipalidad o ministerio, mi General?”, le pregunté. “No, directamente conmigo, y el sueldo se lo voy a pagar yo”, sentenció. Antes de irme, me puso en la campera un adelanto de 300 pesos; ese momento era bastante plata.
—¿Y cuál era su tarea?
—Ser su alcahuete (risas). A mí no me quería nadie en su gabinete, porque yo le decía qué era realmente lo que pasaba en la calle. En un momento hasta me hizo afiliar al radicalismo, para que fuera a las reuniones y le explicara lo que pensaban, quiénes eran. Un día, por el año 1952 me preguntó: “Landajo, su mamá es mexicana, ¿no? Bueno, usted se va para México”. Ese era uno de los gobiernos que integraban la conspiración internacional, incentivada por capitales norteamericanos, británicos y de otras partes de Europa, que terminó por derrocar a Perón.
—¿Y qué hizo allá?
—Mi trabajo fue hacerme pasar por “gorila” para desenmascarar a los antiperonistas. El ex presidente mexicano Miguel Alemán Valdés, amigo del General, me puso en el departamento de publicidad del diario Novedades, que era de su propiedad. Después de un tiempo de estadía empecé a tener mucha confianza con el embajador argentino Lucas de Olmos, que era conservador. El creía, gracias a mi camuflaje antiperonista, que yo era igual que él y me abrió las puertas de la embajada. Ahí conocí al Che Guevara, que, como muchos otros argentinos, había escapado de Guatemala a México luego del derrocamiento de Jacobo Arbenz. Guevara era totalmente contrario a Perón, pero las órdenes que venían desde la Casa Rosada eran de ayudarlo de todas maneras. Así que lo hice entrar como fotógrafo de Novedades y de ahí saltó a la agencia Prensa Latina.
—¿En quién confiaba Perón?
—En casi nadie; decía que tenía no más de tres amigos. Un día me confesó que yo era uno de ellos.
—¿Y quién fue el amor de su vida?
—Potota, su primera mujer. Ese fue su gran amor. Ella le tocaba la guitarra mientras él escribía. Por eso al general le encantaba que alguien le tocara la guitarra. Se habían conocido en una fiesta, se enamoraron y se casaron. Ella murió casi a la misma edad que Eva y él quedó devastado.
—¿Por qué no tenía confianza en su entorno?
—Todos lo decepcionaron cuando les dio poder, desde los políticos hasta los gremialistas. Fue el hombre más traicionado de la historia. Siempre le pasó lo mismo. Cuando confió, por ejemplo, en el coronel Domingo Mercante y le dio la gobernación de Buenos Aires, tuvo que echarlo porque quería sacarle la presidencia. Si su gente le hubiese sido leal, el ‘55 no habría ocurrido. Los únicos que no lo traicionaron fueron Canela y Tinola, sus dos caniches.
—¿En algún momento Perón quiso bajar los brazos?
—Sí. En 1964, después del intento frustrado de volver al país. El esperaba un apoyo del movimiento obrero en las calles, pero los dirigentes gremiales habían dado la orden de no salir antes de su llegada al país. Incluso algunas partes del radicalismo estaban con nosotros. Me había mandado ver al presidente Illia con un mensaje grabado en Puerta de Hierro, en el que explicaba la tarea que debía hacer el movimiento: reconstruir la Argentina. Después de escucharlo, don Arturo dio el visto bueno. Me prometió hasta que él mismo iba a recibirlo, porque confiaba en que venía en tren de paz. Sin embargo, la oposición surgió del mismo justicialismo. Eso lo golpeó mucho. Cuando él volvió a España, me llamó y me dijo: “Hijo, yo ya no me dedico más a esto”; estaba muy decepcionado.
—¿Y qué le dio fuerza para intentarlo una vez más en el ‘73?
—El querer dejar algo más en su legado antes de morirse. Pero tuvo que pactar con medio mundo para poder hacerlo, hasta con la masonería. Le prometió a Licio Gelli (gran maestre de la logia) el Ministerio de Obras Públicas, y como no lo cumplió, después le cortaron las manos. Era un ritual heredado de la masonería inglesa.
—¿Qué lugar ocupó usted después del regreso de Perón al país?
—Yo estaba con la idea de retirarme, pero él me puso como su hombre de confianza en la gobernación de Buenos Aires y me convertí en el secretario de Información y Personal bonaerense. Estaba para controlar al gobernador Bidegain, que era muy cercano a Montoneros. Las bases de esa agrupación eran peronistas, pero su cúpula no. Un día descubrí el trabajo de inteligencia que estaban haciendo sobre mis movimientos y los del General. En ese mismo instante entré al despacho de Bidegain y le dije: “Gobernador, dígales a Firmenich y a todos los muchachos que yo soy leal a Perón, y no olvide que a usted lo puso él”.
— ¿Cómo se llevaba con López Rega?
—Muy mal. A él siempre lo bancaron Isabelita y el poder internacional. Perón ni lo dejaba entrar a la casa en España, pero Isabel lo metió y hasta le dio una habitación en la quinta. El General lo echó miles de veces, incluso antes de volver al país. Pero el caradura se quedaba, se hacía el sumiso y nunca se fue.Nunca fue peronista.
—¿Qué diría Perón de este Gobierno?
—Se sumaría a todo un pueblo que está en contra. Se abocaría a la formación de un nuevo partido, porque han transformado al justicialismo en algo totalmente vacío. Perón vivió sus últimos días completamente amargado y colisionado, viendo cómo se derrumbaba su partido. A él no le interesaba la Casa de Gobierno, le importaban el pueblo y la grandeza de la nación. En un gobierno peronista, la gente no moriría en las guardias médicas esperando que la atiendan.
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