“Hija mía, aquí la única que te has ocupado de Mí has sido tú”.
Según Esperanza Giménez, la hermana de Cecilia, la restauradora aficionada de Borja, Zaragoza, España, estas son las palabras que el Ecce Homo le habría dicho para agradecerle su “trabajo”. Al principio, dice Esperanza, todo eran risas y carcajadas de los que presenciaban el resultado de su desinteresada restauración. Y ella todo era llorar y llorar amargamente ante las mofas y las befas que la gente, que es harto mala, hicieron ante la imagen restaurada de Nuestro Señor Jesucristo, conocido como el Ecce Homo, la que adorna la parte izquierda del altar de la iglesia.
Sí, muchas risas, muchas mofas y muchas befas, pero lo cierto y verdad es que su hermana Cecilia es hoy la restauradora de una obra de arte religioso desconocida y deteriorada que, gracias a ella, hoy es conocida y reconocida mundialmente, tanto que ha logrado que Borja, un pueblo aragonés perdido en la ignorancia sea, por obra del arte de la restauración espontánea, un destino turístico como ya quisiera otros pueblos del mundo. Los visitantes han llegado nada menos que desde Australia, China, Canadá y desde muchos otros lugares del mundo.
Borja ha conseguido incentivar la llegada de setenta mil visitantes en un año y dejar un beneficio de cincuenta mil euros, cantidad que será repartida religiosamente entre la Fundación Sancti Spiritu y la atrevida restauradora, la cual ha visto así debidamente reconocida sus desvelos y su especial y peligroso amor al arte y a la religión. Doña Cecilia reconoce que la pintura del siglo XIX ha quedado algo estropeada después de su cariñosa y bienintencionada restauración, pero la gente del pueblo apuesta por dejarla como está. Así como está debe quedar, es una mina de oro y un logotipo de marca. Porque por mucha gente que haya que siga haciendo mofas y befas, lo cierto y verdad es que Cecilia Giménez ha sido avalada por el único método que nuestro mundo reconoce como avalista incontestable, el éxito fulminante de setenta mil visitantes en un año y cincuenta mil euros de ingresos. Ella se siente tan respaldada por lo que ha hecho que, a pesar de su provecta edad, proclama altanera: “Lo volvería a hacer”.
Confieso que se me abren las carnes solo con oírla. ¿Hay quien dé más? Pues, no, la verdad es que no hay nadie que sea capaz de dar más. Cecilia Giménez ha logrado la fama y el reconocimiento mundial a la vez que ha puesto a su pueblo, Borja, en el mapa turístico del mundo. Y podrá decir con clásico: Ande yo caliente y ríase la gente.
Ante este caso convendría hacer una reflexión seria sobre la incentivación del turismo, ese abigarrado mundo que siglo tras siglo ha estado aumentando su poder a la sombra hasta que, desde hace dos siglos, ha pasado a ser objeto de una atención especial por parte de los inversores y de los gobiernos. Sin servicios incentivadores no habría turismo o este sería insignificante. El turista no se mueve por consumir servicios de hospitalidad sino por consumir servicios incentivadores. Los hoteleros lo saben muy bien y abren sus instalaciones allí donde existen esos servicios, sobre todo si son de gran alcance.
No es ningún secreto que los turistas se sienten incentivados por recursos con alto grado de singularidad. Pueden ser ruinas históricas de gran significación, obras de arte relevantes, fiestas, ferias, costumbres pintorescas, deportes, competiciones, paisajes deslumbrantes, etc. etc. Casi siempre se trata de recursos en los que la belleza se da por existente. Sin embargo, es tal la concurrencia existente entre los servicio incentivadores que, como es sabido, desde hace muchos años, se programan con especial interés como es el caso de las olimpiadas, los festivales mundiales y las exposiciones universales. No, los servicios de hospitalidad no son la oferta turística básica como pregonan desde hace décadas los turisperitos del mundo. Entre los inputs del turismo el esencial es la incentivación, algo que nunca fue la oferta complementaria sino la razón sin la cual no habría ni consumo ni producción de turismo.
Pero, como fuerza incentivadora la tienen, o la puede tener, cualquier cosa o evento, la cuestión es si esa fuerza es capaz de generar flujos de visitantes que justifiquen el negocio, no debe de extrañarnos que haya acontecimientos, algunos imprevisibles, que lleguen a interesar a masas relativamente grandes de potenciales visitantes. En ese caso se encuentran, por ejemplo, las guerras. Piénsese en lo que algunos europeos o estadounidenses llaman una “revolucioncita latinoamericana”, algo que tantas veces se comporta como incentivación turística. O la incentivación que ejercen los tornados. Hay segmentos de la demanda que se nutren de cazadores de tornados y parecen ser muy excitantes y muy “beneficiantes”.
Todo ello es conocido y nadie se sorprende. Pero el adefesio de Borja ha creado sin duda un nuevo tipo de servicios incentivadores, el atractivo de lo feo, lo monstruoso, lo mal hecho, lo chapucero, lo desagradable, lo desaconsejable. Solo se requiere un coadyuvante sine qua non: el de que los profesionales de los medios lo aireen por todos los rincones del espacioso y ancho mundo por todos los cauces, prensa, radio, televisión e Internet. Gracias a su, digamos desinteresada aportación, hoy podemos asistir a la apertura de negocios turísticos por razones absolutamente imprevisibles. He aquí las sorprendentes consecuencias del adefesio de Borja. ¿Qué pasaría si otra anciana con inquietudes artísticas decidiera dotar a la Venus de Milo de los brazos que le faltan y le pusiera sendos colgajos impensables. ¿Nos reiríamos? ¿Lo aceptaríamos? ¿Provocaría el trabajo fuertes aumentos de visitantes y pingües beneficios turísticos?
“No semos naide”, que diría un paisano rural
Según Esperanza Giménez, la hermana de Cecilia, la restauradora aficionada de Borja, Zaragoza, España, estas son las palabras que el Ecce Homo le habría dicho para agradecerle su “trabajo”. Al principio, dice Esperanza, todo eran risas y carcajadas de los que presenciaban el resultado de su desinteresada restauración. Y ella todo era llorar y llorar amargamente ante las mofas y las befas que la gente, que es harto mala, hicieron ante la imagen restaurada de Nuestro Señor Jesucristo, conocido como el Ecce Homo, la que adorna la parte izquierda del altar de la iglesia.
Sí, muchas risas, muchas mofas y muchas befas, pero lo cierto y verdad es que su hermana Cecilia es hoy la restauradora de una obra de arte religioso desconocida y deteriorada que, gracias a ella, hoy es conocida y reconocida mundialmente, tanto que ha logrado que Borja, un pueblo aragonés perdido en la ignorancia sea, por obra del arte de la restauración espontánea, un destino turístico como ya quisiera otros pueblos del mundo. Los visitantes han llegado nada menos que desde Australia, China, Canadá y desde muchos otros lugares del mundo.
Borja ha conseguido incentivar la llegada de setenta mil visitantes en un año y dejar un beneficio de cincuenta mil euros, cantidad que será repartida religiosamente entre la Fundación Sancti Spiritu y la atrevida restauradora, la cual ha visto así debidamente reconocida sus desvelos y su especial y peligroso amor al arte y a la religión. Doña Cecilia reconoce que la pintura del siglo XIX ha quedado algo estropeada después de su cariñosa y bienintencionada restauración, pero la gente del pueblo apuesta por dejarla como está. Así como está debe quedar, es una mina de oro y un logotipo de marca. Porque por mucha gente que haya que siga haciendo mofas y befas, lo cierto y verdad es que Cecilia Giménez ha sido avalada por el único método que nuestro mundo reconoce como avalista incontestable, el éxito fulminante de setenta mil visitantes en un año y cincuenta mil euros de ingresos. Ella se siente tan respaldada por lo que ha hecho que, a pesar de su provecta edad, proclama altanera: “Lo volvería a hacer”.
Confieso que se me abren las carnes solo con oírla. ¿Hay quien dé más? Pues, no, la verdad es que no hay nadie que sea capaz de dar más. Cecilia Giménez ha logrado la fama y el reconocimiento mundial a la vez que ha puesto a su pueblo, Borja, en el mapa turístico del mundo. Y podrá decir con clásico: Ande yo caliente y ríase la gente.
Ante este caso convendría hacer una reflexión seria sobre la incentivación del turismo, ese abigarrado mundo que siglo tras siglo ha estado aumentando su poder a la sombra hasta que, desde hace dos siglos, ha pasado a ser objeto de una atención especial por parte de los inversores y de los gobiernos. Sin servicios incentivadores no habría turismo o este sería insignificante. El turista no se mueve por consumir servicios de hospitalidad sino por consumir servicios incentivadores. Los hoteleros lo saben muy bien y abren sus instalaciones allí donde existen esos servicios, sobre todo si son de gran alcance.
No es ningún secreto que los turistas se sienten incentivados por recursos con alto grado de singularidad. Pueden ser ruinas históricas de gran significación, obras de arte relevantes, fiestas, ferias, costumbres pintorescas, deportes, competiciones, paisajes deslumbrantes, etc. etc. Casi siempre se trata de recursos en los que la belleza se da por existente. Sin embargo, es tal la concurrencia existente entre los servicio incentivadores que, como es sabido, desde hace muchos años, se programan con especial interés como es el caso de las olimpiadas, los festivales mundiales y las exposiciones universales. No, los servicios de hospitalidad no son la oferta turística básica como pregonan desde hace décadas los turisperitos del mundo. Entre los inputs del turismo el esencial es la incentivación, algo que nunca fue la oferta complementaria sino la razón sin la cual no habría ni consumo ni producción de turismo.
Pero, como fuerza incentivadora la tienen, o la puede tener, cualquier cosa o evento, la cuestión es si esa fuerza es capaz de generar flujos de visitantes que justifiquen el negocio, no debe de extrañarnos que haya acontecimientos, algunos imprevisibles, que lleguen a interesar a masas relativamente grandes de potenciales visitantes. En ese caso se encuentran, por ejemplo, las guerras. Piénsese en lo que algunos europeos o estadounidenses llaman una “revolucioncita latinoamericana”, algo que tantas veces se comporta como incentivación turística. O la incentivación que ejercen los tornados. Hay segmentos de la demanda que se nutren de cazadores de tornados y parecen ser muy excitantes y muy “beneficiantes”.
Todo ello es conocido y nadie se sorprende. Pero el adefesio de Borja ha creado sin duda un nuevo tipo de servicios incentivadores, el atractivo de lo feo, lo monstruoso, lo mal hecho, lo chapucero, lo desagradable, lo desaconsejable. Solo se requiere un coadyuvante sine qua non: el de que los profesionales de los medios lo aireen por todos los rincones del espacioso y ancho mundo por todos los cauces, prensa, radio, televisión e Internet. Gracias a su, digamos desinteresada aportación, hoy podemos asistir a la apertura de negocios turísticos por razones absolutamente imprevisibles. He aquí las sorprendentes consecuencias del adefesio de Borja. ¿Qué pasaría si otra anciana con inquietudes artísticas decidiera dotar a la Venus de Milo de los brazos que le faltan y le pusiera sendos colgajos impensables. ¿Nos reiríamos? ¿Lo aceptaríamos? ¿Provocaría el trabajo fuertes aumentos de visitantes y pingües beneficios turísticos?
“No semos naide”, que diría un paisano rural
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