Por Eduardo Parise
La historia dice que el hombre llegó a la Argentina en 1940, cuando la Segunda Guerra Mundial ya era una triste realidad. Tenía apenas 41 años (nació en Budapest, Hungría, el 29 de septiembre de 1899) y su carácter de persona inquieta ya registraba buenos antecedentes. Por ejemplo: después de casarse, y para aliviar las tareas en el hogar, inventó un lavarropas automático. Pero su invento cumbre, el que lo hizo famoso en el mundo, fue otro: se lo conoce como bolígrafo o, simplemente, como “birome”.
“Biro, usted está loco”, le habían dicho muchas veces cuando iba a ver a expertos para presentarles su idea. Sin embargo Ladislao José Biro, como lo conocemos los argentinos, nunca se rindió y desarrolló lo suyo. Se le había ocurrido cuando miraba cómo se imprimía la revista en la que escribía como periodista. Entonces, pensó su proyecto: un tubo capilar, con una tinta que por la fuerza de la gravedad fluyera hacia una bolilla que, al girar, dejara esa tinta sobre el papel y se secara instantáneamente. El resultado hoy tiene millones y millones de usuarios en el mundo.
La primera patente del bolígrafo aparece en Hungría en 1938. Pero el gran desarrollo se realizó aquí, el lugar al que Biro definió como “el país de la yapa”, ese plus que encontraba entre gente cortés y amable, siempre dispuesta a dar más. Así, junto con su hermano Jorge (un químico) y su amigo Juan Meyne llegaron a Buenos Aires y formaron Biro Plumas de Argentina, una empresa que se dedicó a fabricar una lapicera de calidad, pero lo suficientemente barata, para que la tuvieran todos. La conjunción de los apellidos Biro y Meyne dio origen a la legendaria palabra “birome”.
La fama de aquel invento circuló por el mundo. Y su fabricación también. En 1953, con licencia del propio Biro, un señor llamado Marcel Bich introdujo el bolígrafo en el mercado de los Estados Unidos. Usando los diseños argentinos, achicó su nombre y generó la lapicera Bic, una de las marcas más famosas del mundo. Así la Bic transparente, desechable y de bajo costo, alcanzó tanta fama que hasta es parte de la colección permanente del Museo de Arte Moderno de Nueva York.
Para entonces, Ladislao José Biro ya había adoptado la ciudadanía argentina, igual que su esposa Elsa Schick y su hija Mariana, que llegó al país siendo una niña y todavía mantiene ese espíritu de persona inquieta que tenía su padre, aunque no volcado a los inventos sino a la educación, que también es una forma de inventar progreso y futuro.
Biro no sólo desarrolló aquella idea del bolígrafo, sino también sus mejoras, ya que aportó su creatividad para elevar la calidad de la tinta, el sistema retráctil de las lapiceras y las máquinas automáticas para fabricarlas. Pero también inventó la caja automática de velocidades para los autos (que vendió a la General Motors en Berlín), la boquilla con carbón activado para cigarrillos, una cerradura inviolable que después usó Scotland Yard, un proceso continuo para la producción de resinas fenólicas y, hasta su muerte (ocurrió en Buenos Aires el 24 de octubre de 1985, cuando tenía 86 años) trabajó en la Comisión Nacional de Energía Atómica, en la separación de gases para agua pesada.
Además, fue miembro de la Real Academia de Ciencias Naturales y su mayor pasatiempo eran la pintura y la escultura, algo que consideraba complementario a su trabajo de inventor. Desde 1990, en la Argentina, el Día del Inventor se celebra cada 29 de septiembre, en homenaje a Biro. Aunque quizá el mayor homenaje a su persona se lo brinde su hija quien, al frente de la Escuela del Sol (la creó con su marido en 1966), ya desarrolló también una Escuela para Inventores Juniors, que comprende a chicas y chicos de entre 6 y 16 años. Funciona desde 1990 y su misión es incentivarlos para que sean inventores. Es decir: personas a las que les encanta resolver problemas en forma creativa y para quienes las dificultades no son más que oportunidades. Pero esa es otra historia.
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