Por Miguel Angel Bertolotto
Estaba esperando con ansiedad el alta médica, aquel traicionero lunes 19 de septiembre de 1983, hace hoy 30 años. Había sido operado de vesícula, la semana anterior, y la evolución corría por los carriles normales. Le faltaban nueve días para festejar los 65 años. Se levantó de la cama para ir al baño y se desplomó de golpe. Ubaldo Fillol, de visita en la habitación de la clínica de Belgrano, apenas pudo sostener su cuerpo. No hubo caso: un paro cardíaco lo sacó de esta vida. Eran las 18.15. La hora de la muerte de Angel Labruna.
¿Qué fue Labruna? O mejor dicho: ¿qué no fue Labruna?
Como futbolista, fue un crack sin época. Fue un jugador con copyright, que podía devolver una pared con el brillo más reluciente o fusilar al arquero con la practicidad y con la frialdad del que se siente rey en el área rival. Fue un goleador de excepción: el máximo del fútbol argentino, junto al paraguayo Arsenio Erico, con 293 conquistas. Fue un corajudo de esos que ponían su personalidad, su pecho y su mente en acción para hacerle frente a cualquier situación, sobre todo a las más bravas.
Como técnico, fue un respetuoso y acérrimo defensor del fútbol-juego, de la esencia de este deporte que lo apasionaba tanto como River. Fue un jugadorista a ultranza, siempre cómplice de sus dirigidos, también lejos del verde césped, como le gustaba decir. Fue alguien que apelaba a su ojo clínico para elegir a los exponentes que mejor le podían satisfacer sus gustos, sus planteos siempre ofensivos. Fue un abanderado de las explicaciones sencillas, a partir de su dominio de los conceptos fundamentales. Fue un fiel transmisor del fútbol que interpretaba como jugador, sin misterios ni rebusques.
Como una mezcla de todo eso, como personaje inconmensurable, fue un empedernido ganador porque siempre salía a ganar. Fue alguien que se movía en los extremos del triunfo y de la derrota. Fue un tipo que se convertía en protagonista e interpretaba el rol sin pudores. Fue anti Boca como pocos: “Yo siempre viví de Boca... Gracias a ellos me hice famoso”, se agrandaba, apoyado en los 16 goles que le convirtió (nadie alcanzó esa cantidad en los Superclásicos). Fue, sanguíneo como era, un constante peleador con los periodistas: “Soy un viejo chinchudo”, le confesó a este cronista cuando volvió a hablarle después de cuatro años de guerra , enojado por una crítica. Fue un amante del turf, de las barajas y del casino. Fue un chico-grande , con anécdotas imperdibles, con salidas pueriles y socarronas, con cábalas infinitas, con una facilidad asombrosa para mutar de simpático a rezongón.
Labruna había nacido el 28 de septiembre de 1928, en Las Heras y Bustamante, cerquita de la vieja cancha de River de Alvear y Tagle. En esas calles creció y aprendió a pegarle a la pelota, cobijado por su madre, Doña Amalia, quien le daba un paquete con ropa vieja para que no ensuciara los pantalones y los zapatos de salir . Es que su padre, Don Angel, no quería que jugara a la pelota sino que heredara su oficio: relojero. Fanático de River y de Bernabé Ferreyra (tenía una foto autografiada por La Fiera que decía: “ Al crack en ciernes” ), en 1934 Angel integraba al mismo tiempo el equipo de cadetes de básquet y la cuarta división de fútbol en River. Se decidió por la número cinco. Y vaya si acertó... Debutó en Primera en el 39. Integró La Máquina con Muñoz, Moreno, Pedernera y Loustau como compañeros de aquella maravillosa delantera. Salió nueve veces campeón (1941, 42, 45, 47, 52, 53, 55, 56 y 57). Ganó dos títulos sudamericanos con la Selección (46 y 55). Sufrió el desastre de Suecia , en el 58. Se retiró en el 61, en Platense. Se hizo técnico, también exitoso. “Vuelvo a River para ser campeón”, proclamó en 1975. Y River fue campeón después de 18 años... Es el más grande ídolo de la riquísima historia del club. Es el Angel de River.
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