Por Matías Rodríguez / Fotos: Archivo El Gráfico
“Yo quiero un equipo con diez desconocidos. Les aseguro que no necesito más. Después lo pongo a Sívori y ya estamos listos para salir campeones”. Renato Cesarini hablaba con conocimiento de causa. Había descubierto al Cabezón en un potrero de San Nicolás cuando volvía de una prueba de juveniles en Rosario, y quince minutos de un partido barrial, desordenado y sin reglas, le habían sobrado para descifrar que detrás de ese pelo revuelto y esas zapatillas desgajadas se escondía una mina de oro.
El quinteto legendario de Lima 57: Corbatta, Maschio, Angelillo, Sívori y Cruz |
Según consta en los registros de las inferiores de River, el nicoleño Enrique Omar Sívori llegó al club a los 16 años por expresa recomendación de Cesarini, que en su detallado informe incluyó todas las travesuras del crack en ciernes salvo las trompadas que repartió al final de ese partido informal. Porque el Cabezón era un zurdo atrevido, cultor de la gambeta endiablada y muy amigo del arco contrario, pero también un petiso temperamental que detestaba que lo golpearan y que no reparaba en el tamaño del rival cuando le tocaba devolver gentilezas.
Sívori llegó a River en Cuarta División (hizo 14 goles en 12 partidos) y un tiempo después saltó a Tercera (12 en 19). En 1953 debutó en Reserva (11 en 21) y el 4 de abril de 1954, con 18 años, se estrenó en Primera. Fue en la goleada 5-2 contra Lanús, en la fecha inaugural del Campeonato de esa temporada, y su misión fue reemplazar a un tal Angel Labruna, aquejado por una hepatitis. Al lado del uruguayo Walter Gómez, que esa tarde hizo cuatro goles, el Cabezón (o el Chiquín, como era conocido en San Nicolás), no sólo volvió loca a toda la defensa Granate, sino que se dio el lujo de anotar el último tanto. Cuando Labruna regresó tuvo que dejar el centro del ataque, pero siguió como titular corrido a la derecha.
En River jugó hasta 1957, año en el que consiguió el tricampeonato apoyado en los títulos de 1955 y 1956. Ese equipo que compartió con Carrizo, Vairo, Pipo Rossi, Vernazza, Prado, Beto Menéndez y Labruna fue apodado La Maquinita, por haber recogido el testigo de su antecesor, el de La Máquina de Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau. El de 1957 fue el último campeonato local que ganaría el Millonario hasta 1975. Sívori en River jugó 63 partidos y marcó 29 goles.
“El Cabezón era demasiado jugador –escribió Juvenal en El Gráfico en 1994–, pesaba demasiado como delantero agresivo, penetrante, atrevido, encarador y pícaro, para que no lo tuvieran en cuenta. ¿Cómo jugaba? Fue el antecesor de Maradona, con el mismo virtuosismo para el amague y la gambeta, tal vez con menos justeza de pegada, sobre todo con la pelota detenida, pero con tanta o más personalidad que Diego”.
También en 1957 el Cabezón disputó con la Selección el Sudamericano de Lima. Argentina, dirigida por Guillermo Stábile, presentó un equipo de gala, con los mejores jugadores del fútbol local: el arquero era Rogelio Domínguez; los defensores Pedro Dellacha y Federico Vairo; los mediocampistas Juan Carlos Giménez, Néstor Rossi y Angel Schandlein; y el quinteto ofensivo formaba con Oreste Omar Corbatta, Humberto Dionisio Maschio, Antonio Valentín Angelillo, Enrique Omar Sívori y Osvaldo Cruz. Ellos cinco, con su juego desenfadado y vistoso, se ganaron el apodo que los inmortalizaría. Los Carasucias, así los llamó el periodismo en alusión a la película estadounidense Angeles con caras sucias, filmada en 1938 con gran éxito, que desarrollaba las andanzas delictivas de dos delincuentes juveniles que no le temían al peligro.
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“Al principio no encontrábamos las posiciones –confesó años más tarde Angelillo–, pero una noche, en un amistoso entre titulares y suplentes en la cancha de Huracán, Maschio fue de ocho, Sívori jugó de diez y yo de nueve. Ganamos por once goles y no cambiamos más”. El trío de ataque fue la punta de lanza de esa aplanadora que, aplicando el diccionario de Muhammad Ali, se paseó por Lima volando como una mariposa y picando como una abeja.
Argentina goleó 8-2 a Colombia, 3-0 a Ecuador, 4-0 a Uruguay, 6-2 a Chile y 3-0 a Brasil, que un año más tarde ganaría la Copa del Mundo. Sólo perdió un partido, 2-1 contra Perú, cuando ya se había alzado con el título. De los 25 tantos que hizo el equipo, 20 fueron obra del tridente mágico. Maschio, que fue el goleador del certamen junto al uruguayo Javier Ambrois, hizo nueve, Angelillo, ocho y Sívori, tres. Esa insuperable producción de juego terminó de posicionar al fútbol argentino en la cúspide del continente.
Con la decisión tomada de abandonar el aislamiento internacional impuesto por el peronismo y regresar a la Copa del Mundo en Suecia 1958 (la última participación había sido con un equipo amateur en Italia 1934), se volvió inevitable excluir a la Argentina de la marquesina de los principales candidatos. Sin embargo, las partidas de Maschio al Bologna, Angelillo al Inter y Sívori a la Juventus empezaron a desmantelar las ilusiones de los Carasucias, porque la costumbre de aquellos años consistía en citar a la Selección sólo a los jugadores que actuaban en el medio local. Sumado a ello, el gobierno de la Revolución Libertadora presionó para llevar a Suecia un equipo “genuinamente nacional” y así se ahogaron las incipientes, pero decididas tratativas de contar con los integrantes del Sudamericano de 1957.
Ese rapto de soberbia nacionalista, que todos los estamentos fogonearon desde su lugar, le costó muy caro al fútbol argentino, que fue representado en Suecia por jugadores de edad avanzada, fuera de estado y con evidentes atrasos en la preparación deportiva. La participación se convirtió en desastre, y la vergonzosa eliminación en primera ronda luego de la derrota 6-1 contra Checoslovaquia marcó el fin de una era. Fue la pérdida de la inocencia del potrero y el descreimiento en las raíces rioplatenses, las mismas que habían aflorado con fuerza en Lima un año antes. A partir de ese momento se dio forma a un estilo de juego más pragmático y resultadista, que se apoyaba en la preparación externa y en la planificación al detalle. No obstante, también es justo decir que esa situación apocalíptica que atravesó la Selección coincidió con la promoción de grandes entrenadores como Osvaldo Zubeldía, Argentino Geronazzo y Juan Carlos Lorenzo, que regresaba de Europa.
La transferencia de Sívori a la Juventus también contó con la intervención de Cesarini, que en su condición de asesor de la Vecchia Signora recomendó su fichaje. El pase se hizo a cambio de diez millones de pesos moneda nacional, cifra récord para el fútbol mundial de la época, que le sirvieron a River para finalizar su estadio y transformar la Herradura en el Monumental. “No pierdo la esperanza de que en el futuro la tribuna que da al Río de la Plata cambie de nombre y llevé el mío –confesó el Cabezón en 1972–. Esa tribuna debería llamarse Enrique Omar Sívori. No hay que olvidarse que la construyeron con lo que recibieron por mi pase al fútbol italiano”. Su anhelo finalmente se materializaría, pero él no llegaría a verlo, porque el sector Almirante Brown recién adoptó el nombre del nicoleño en 2005, un tiempo después de su muerte.
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