Por Jorge Lanata
Unos hablaban sabiendo que mentían y los otros también lo sabían, pero escuchaban conformes.” Esa fue la imagen que Marcelo Longobardi dio por los micrófonos de Radio Mitre a la hora de sintetizar el encuentro en Santa Cruz de la Presidente con los supuestos“dueños de la pelota”: un juego de representación en el que las palabras habían perdido sentido. Daba todo lo mismo: el larguísimo monólogo de Cristina y la posterior apariencia de diálogo constructivo que terminó en el armado de varias comisiones (“Un camello es un caballo armado por una comisión”, decía el General).
Como las palabras no significaban nada, nada quería decir que Argentina pudiera compararse con Australia y Canadá, o que durante el coloquio no se mencionaran ni siquiera al pasar los efectos de la inflación o del cepo cambiario. Aquella cáscara comenzó con un error: el Gobierno llamaba a las supuestas corporaciones para preguntarles qué hacer, las llamaba para compartir la responsabilidad de políticas futuras, y llamaba sólo a aquellas que podían estar de acuerdo. Los aplaudidores aplaudían y ya. La reunión podría haber transcurrido en silencio.
Esta no es la década ganada, es la década de la simulación, me decía, el otro día el editor y ensayista Alejandro Katz. Simular no es lo mismo que mentir, quien miente lo hace consciente de que está en contradicción con la realidad, al simulador la realidad directamente no le importa nada, crea su situación y actúa en consecuencia. Por eso, todo es posible: nacionalizar YPF, acordar con Chevron, juzgar las violaciones a los derechos humanos y nombrar a Milani, etc.
La simulación convierte a las palabras en cascaras vacías. En estos últimos días el Gobierno ha vuelto a recurrir a una de ellas para quitarle el alma: el truco del golpe. El “golpe” ha definido trágicamente la historia argentina del siglo XX, repitiéndose como una letanía y generando espantosas consecuencias: muerte, deuda, autoritarismo. Pero aunque los tiempos del público son a veces más lentos que los de los políticos y los intelectuales, cuando la gente cambia lo hace de un modo mucho más inexorable: es impensable un golpe en la Argentina.
Fueron necesarios treinta mil muertos para que se instalara esa convicción, pero llegó para quedarse. Sin embargo el fantasma sobrevivió, y distintos gobiernos lo han agitado al ritmo de sus conflictos internos. Al kirchnerismo le fascina pelear contra enemigos imaginarios. Al agitar el fantasma del golpe, el Gobierno reproduce la imagen que teme: Cristina, que a esta altura se cree sinceramente su propia mentira, se ve a sí misma como la representación de la Nación y el Pueblo.
Todo lo que se le oponga, entonces, quiere desestabilizarla: en cada crítica se esconde un complot.
La idea de “dar un golpe” fue simplificada por la lógica K: dar un golpe significa desobedecer: quien no está de acuerdo, traiciona, el escéptico es hereje. La situación objetiva no importa nada: las Fuerzas Armadas fueron anuladas por Menem, las famosas “corporaciones” (a excepción de dos o tres) gobiernan con el Gobierno y los políticos de la oposición sólo rezan para que Cristina complete su mandato y pague el costo de arreglar algo de lo que desarregló, de modo que no les toque a ellos hacerse cargo de la “pesada herencia”. ¿Quién podría dar el golpe entonces? Lo importante de los fantasmas no es que existan, sino que asusten.
Rastreando los antecedentes del truco del golpe para el programa de mañana de Periodismo para Todos, Nicolás Wiñazki se sorprendió al encontrar el primero de ellos siendo pronunciado por Néstor antes de asumir: el 5 de mayo de 2003 Kirchner denunció que Menem advertía la posibilidad de un fraude para el ballotage “porque quiere dar un golpe institucional”. Las denuncias de golpe se sucedieron durante 2004 (Néstor nuevamente denuncio un “complot desestabilizador” encabezado por policías, militares, economistas y políticos, Rosendo Fraga y José Luis Espert, entre otros), 2005 (Kirchner denunció un “oscuro pacto desestabilizador” en Buenos Aires encabezado por Duhalde, Patti y Menem), 2006 (el Gobierno denuncio un plan para barrer a Kirchner durante los incidentes del traslado de los restos de Perón a San Vicente), 2007 (Cristina, recién electa, acusó a Estados Unidos de haber montado una operación golpista con la valija de Antonini Wilson), 2008 (dijo Kirchner en una reunión del PJ bonaerense: “Si el campo tuviera bayonetas hubiera dado un golpe” y el 15 de julio acusó a los productores de querer volver con los “grupos de tareas” y los “comandos civiles”), 2010 (Cristina acusó a Cobos de golpista, dijo que quería asumir antes de 2011), 2012 (Boudou, en el Senado se defendió del caso Ciccone diciendo que había un complot contra las instituciones comandado por Magnetto), 2013 (el Gobierno denunció un golpe financiero por la subida del dólar).
La lista es parcial y se completa el miércoles pasado, cuando la diputada Di Tullio afirmó que la oposición buscaba realizar un “golpe institucional” si pretendía designar al presidente de la Cámara de Diputados tras las elecciones. Se repetía el escenario de la derrota electoral del 2009. El mismo día, en su Facebook, la Presidente me acusó a mí y a este diario de encabezar un ataque a la democracia: el ataque habría consistido en informar sobre una sospechosa e imprevista parada fuera de agenda de la comitiva presidencial en el paraíso fiscal de las islas Seychelles.
En esta historia al revés, el Lobo parece haberse convertido en Pastorcito.
Investigación: JL/María Eugenia Duffard /Amelia Cole
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